jueves, 12 de febrero de 2009

Las manchas de la codicia

Las manchas empezaron a aparecer hacia la primera mitad del segundo cuatrimestre. Al principio, no le dio ninguna importancia. Él era de los mejores alumnos de la facultad de química y no podía permitirse el lujo de que le saliera ninguna mancha que pudiera estar relacionada con su forma de hacer las cosas o con su forma de trabajar. Era Cándido Ruipérez, el mejor en la temática del análisis químico estructural. También es cierto que dedicaba muchas horas en ese empeño. Jamás había dejado que nadie le usurpara el poder de ser el mejor de todos los químicos que habían matriculados en la facultad. De hecho, la aparición de las manchas había coincidido con un aumento, con una carga mayor de su jornada de trabajo. Si hasta ahora había venido trabajando de ocho de la mañana a ocho de la tarde con una hora para comer y otra para preguntar dudas a su encargado adjunto, ahora trabajaba mucho más. Había veces que llegaba a su casa a las dos o las tres de la madrugada, dispuesto a dormir unas horas y vuelta al trabajo. No es que fuera adicto a trabajar, o al menos eso creía, era que necesitaba controlar su teoría antes de que el otro becado, Andrés Sastre, se la arrebatara. No sabía por qué, ni si quiera cómo, pero ese chico era casi tan bueno como él. No quería pensar, ni por un momento, que pudiera ser mejor. Se negaba. Se negaba eso a sí mismo porque era él, y nadie más, el que tenía el dominio completo de la situación. Pero aquellas manchas…aquellas manchas lo estaban sumiendo en la desesperación más absoluta. No entendía cómo salían, pero estaba demostrado que habían aumentado con la carga de trabajo. Incluso había llegado a preguntar a un amigo de su padre, un experto y afamado dermatólogo, si existían trastornos dérmicos relacionados con los nervios o el estrés. Su respuesta había sido confusa: era posible, pero tendría que ver la manifestación de ese trastorno. Y él no tenía tiempo de ir a un dermatólogo. ¿Y si Andrés llegaba a una conclusión decente mientras él estaba mirándose las manos y unas manchas que a lo mejor anda tenían que ver con su trabajo de químico? No podía permitirlo.
Continuó con esa carga de trabajo aplastante hasta que, manipulando unas probetas, su adjunto le observó las manos.
-Cándido, hijo, ¿Qué te pasa en las manos? –le preguntó.
-Mmmm, nada, parece ser que tengo unas manchitas.
-Pero, ¿las ha visto un médico?
-Bueno, no exactamente, tengo cita para dentro de unos días –mintió.
Y su adjunto había vuelto al trabajo. La vida sigue…y no se va a parar por unas manchas. Pero sí se para por un desmayo. Y eso fue, precisamente lo que le ocurrió a Cándido. Tendría que haberlo previsto, pero no era contemplado por su agenda, caerse como se cayó en medio del laboratorio. También era lógico: ese día eran las cinco de la mañana, pero estaba seguro de que casi lo tenía en la palma de la mano. La explicación al problema del que dependía su beca. La proporción isotópica de un tipo determinado de azufre. Ya casi estaba. Pero no tenía paciencia suficiente como para dejar que el cultivo reposara él solo hasta el día siguiente. No podía. Y así había estado. Hasta que su corazón se quebró. Y calló desplomado. Caterina, la empleada peruana que limpiaba el edificio de laboratorios de la universidad, lo encontró desplomado encima de las mesas del laboratorio. La pobre mujer, pequeña, con el pelo tintado de manera presurosa con el poco tiempo del que disponía, que manifestaba que no cobraba lo suficiente como para permitirse ir a la peluquería, sólo podía llorar y decir pobre chico, pobre chico mientras la ambulancia, la policía y cristo que lo fundó determinaban si el cadáver se podía levantar.


Habían pasado siete días desde que Cándido falleciera en un intento desesperado de calcular las proporciones isotópicas del azufre. Era una tesis compartida, pero bien sabía Andrés que era imposible trabajar con ese muchacho. A veces llegaba a las siete de la mañana dispuesto a un duro día de trabajo y se encontraba a Cándido allí. Se había dado cuenta, por supuesto, quién no, del aspecto demacrado que presentaba, de cómo su piel era cada vez más blanquecina y de esas manchas. Esas manchas que parecían gritarle desde el fondo de su alma que eran por su culpa. No estaba seguro, pero así era. Sin embargo, antes de morir, Cándido había sido generoso con él. El cultivo en el que había trabajado durante la noche había quedado listo y, entre el alboroto de la policía médicos, chachas enfermas y demás personal histérico, había podido llevarlo hasta su lugar de trabajo y, una vez pasada la tormenta, estudiarlo. El muy capullo lo había conseguido. Tenía la respuesta.
Trabajó durante el resto de la semana día y noche concluyendo la tesis que presentó a su adjunto con ojeras y bastante demacrado. Había olvidado lo que era afeitarse y lo que suponía ducharse. Sin embargo, el adjunto quedó encantado, lo felicitó y le observó que el trabajo concluía con una interrogante aún mayor que, de ser resulta, supondría un éxito en química. Así que, aunque él sería el responsable de la investigación y puesto que, tristemente, una plaza quedaba libre, podía ser ocupada por otro alumno que ayudaría a Andrés a continuar el trabajo.
No tardaron en presentarle al nuevo becado. Era menudo, quizá había sufrido bastante a causa de esa pequeñez, porque, a los ojos de Andrés, se veía altivo. Encima, venía de una universidad de mucho prestigio a nivel nacional y era todo un erudito que ayudaría a Andrés muchísimo. Vamos, que no solo era un friega platos, como llamaban allí a los que se dedicaban solamente a mirar lo que hacían los demás. Venía pisando fuerte. Pero Andrés no se lo iba permitir. Le estrechó la mano firmemente, para demostrar fortaleza. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que alrededor de su mano estaban saliendo unas pequeñas pecas de color marrón.

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