jueves, 12 de febrero de 2009
Las manchas de la codicia
Continuó con esa carga de trabajo aplastante hasta que, manipulando unas probetas, su adjunto le observó las manos.
-Cándido, hijo, ¿Qué te pasa en las manos? –le preguntó.
-Mmmm, nada, parece ser que tengo unas manchitas.
-Pero, ¿las ha visto un médico?
-Bueno, no exactamente, tengo cita para dentro de unos días –mintió.
Y su adjunto había vuelto al trabajo. La vida sigue…y no se va a parar por unas manchas. Pero sí se para por un desmayo. Y eso fue, precisamente lo que le ocurrió a Cándido. Tendría que haberlo previsto, pero no era contemplado por su agenda, caerse como se cayó en medio del laboratorio. También era lógico: ese día eran las cinco de la mañana, pero estaba seguro de que casi lo tenía en la palma de la mano. La explicación al problema del que dependía su beca. La proporción isotópica de un tipo determinado de azufre. Ya casi estaba. Pero no tenía paciencia suficiente como para dejar que el cultivo reposara él solo hasta el día siguiente. No podía. Y así había estado. Hasta que su corazón se quebró. Y calló desplomado. Caterina, la empleada peruana que limpiaba el edificio de laboratorios de la universidad, lo encontró desplomado encima de las mesas del laboratorio. La pobre mujer, pequeña, con el pelo tintado de manera presurosa con el poco tiempo del que disponía, que manifestaba que no cobraba lo suficiente como para permitirse ir a la peluquería, sólo podía llorar y decir pobre chico, pobre chico mientras la ambulancia, la policía y cristo que lo fundó determinaban si el cadáver se podía levantar.
Habían pasado siete días desde que Cándido falleciera en un intento desesperado de calcular las proporciones isotópicas del azufre. Era una tesis compartida, pero bien sabía Andrés que era imposible trabajar con ese muchacho. A veces llegaba a las siete de la mañana dispuesto a un duro día de trabajo y se encontraba a Cándido allí. Se había dado cuenta, por supuesto, quién no, del aspecto demacrado que presentaba, de cómo su piel era cada vez más blanquecina y de esas manchas. Esas manchas que parecían gritarle desde el fondo de su alma que eran por su culpa. No estaba seguro, pero así era. Sin embargo, antes de morir, Cándido había sido generoso con él. El cultivo en el que había trabajado durante la noche había quedado listo y, entre el alboroto de la policía médicos, chachas enfermas y demás personal histérico, había podido llevarlo hasta su lugar de trabajo y, una vez pasada la tormenta, estudiarlo. El muy capullo lo había conseguido. Tenía la respuesta.
Trabajó durante el resto de la semana día y noche concluyendo la tesis que presentó a su adjunto con ojeras y bastante demacrado. Había olvidado lo que era afeitarse y lo que suponía ducharse. Sin embargo, el adjunto quedó encantado, lo felicitó y le observó que el trabajo concluía con una interrogante aún mayor que, de ser resulta, supondría un éxito en química. Así que, aunque él sería el responsable de la investigación y puesto que, tristemente, una plaza quedaba libre, podía ser ocupada por otro alumno que ayudaría a Andrés a continuar el trabajo.
No tardaron en presentarle al nuevo becado. Era menudo, quizá había sufrido bastante a causa de esa pequeñez, porque, a los ojos de Andrés, se veía altivo. Encima, venía de una universidad de mucho prestigio a nivel nacional y era todo un erudito que ayudaría a Andrés muchísimo. Vamos, que no solo era un friega platos, como llamaban allí a los que se dedicaban solamente a mirar lo que hacían los demás. Venía pisando fuerte. Pero Andrés no se lo iba permitir. Le estrechó la mano firmemente, para demostrar fortaleza. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que alrededor de su mano estaban saliendo unas pequeñas pecas de color marrón.
sábado, 7 de febrero de 2009
La voz del enano
Sin embargo no lograba entusiasmarse por lo que estaba haciendo. Ya noe staba seguro de querer seguir haciéndolo como hasta ahora. La oportunidad de hacer cosas diferentes llamaba a su puerta cada dos por tres, le pedía el corazón que se dedicara a otras fuentes de inspiración pero al mismo tiempo le decía que a lo mejor no era capaz de dar la talla como lo hacía en el pop. Le hablaba con una voz desagradable, como carcomida por los años, áspera y desagradable, como de un borracho…era una voz que nunca había oído en su interior.
-Vaya tela, ¿eh?
Cuando oyó al enano hablar, casi se muere de un infarto. Tenía exactamente la misma voz que él oía en su interior, pero hubiera esperado, si de verdad tuviera que asignar un cuerpo a esa voz, un viejo rockero con pintas de drogadicto, más que un enano vestido con una chaqueta de lentejuelas rosa.
-¿Por qué? –atinó a preguntar aún con la voz reseca por el susto.
El enano, aparte de ser pequeño, era terriblemente feo. Sus ojos eran desproporcionadamente grandes para el resto de su cabeza y su boca, tenía los dientes como torcidos, aunque no los había visto con exactitud.
-Bueno, porque debe ser una jodienda tener que salir todas las noches ante un estadio lleno de imbéciles que cantan tus canciones, ¿no? Y más teniendo en cuenta que canta prácticamente las mismas desde hace casi diez años…
-¿Quién coño es usted?
El enano lo miró desde el fondo de unos ojos de color rojo.
-Vaya, parece que escucharme en el interior de tu cabeza no ha sido suficiente. Yo soy el único que puede hacer que vuelvas a sentir euforia, que vuelvas a ser lo que fuiste, que vuelvas a volar por encima de todos los desdentados que vienen a llenar los estadios.
-Creo que me estoy drogando demasiado.
En ese momento el enano saltó y se agarró a su cabeza.
-No seas estúpido. Si puedes verme y yo puedo ofrecerte esta oportunidad de ser el mejor es porque tu mente se ha abierto gracias a las drogas. Pero…haz lo que quieras. Si decides seguir como hasta ahora, no te drogues más y desapareceré. Al menos tienes suficiente dinero como para dedicarte a vivir de las rentas y de las versiones que se hagan de esa “música fresca y juvenil que sale de la mano de tan guapo artista”.
Había nombrado la última crítica que le habían hecho y que él se había encargado de fotocopiar y empapelar en la habitación del último hotel en el que había estado. Había pasado varias horas riéndose de esa periodista. La muy imbécil, la muy ignorante…no sabía que, como había dicho El Enano, la gente compraba la misma canción desde hacía años.
Ahora, el enano le ofrecía la más fuerte de las experiencias, la más arrolladora de las sensaciones encima de un escenario. Sus ojos estaban radiantes y él…bueno, el era solo era la sombra de lo que había sido.
-¿Y qué hago yo?
El enano señaló su camerino y dijo:
-Ve dentro y pégate el mejor subidón de tu vida. Yo, haré el resto.
Y desapareció.
Ya tenía la respuesta. Sólo tenía que ir y chutarse como nunca. El Enano había hablado con total certeza. Sabiendo lo que decía. ¿Y que iba a hacer él? Bueno, de todas maneras, ya se había pegado viajes fuertes. Pero nunca para actuar, nunca para llegar tan lejos, nunca el mejor subidón de su vida. Pero en su mano estaba. Volver a ser el mejor. Así que lo hizo. Fue a su camerino y abrió su botiquín personal. Lo abrió. Quedaba muchísimo. No sabía cuanto debía ponerse. Y entonces escuchó: depende de lo que quieras sentir allí arriba, hijo.
Su cabeza giraba a mil por hora.
-Hay que salir ya.
Así que la gente esperaba. Habían pagado por verlo en su mejor momento. Disfrutarían de la mejor actuación de su carrera. Se lo pinchó todo. Hasta el final. Se iban a enterar de quien era él.
Salió corriendo hacia el escenario. Su manager siempre recordaría ese momento. Por un momento pensó que tenía los ojos rojos.
La verdad, fue el mejor concierto de su carrera. Aplastó a la gente en los diez minutos que aguanto cantando, hasta que se desplomó de golpe. Hubo un revuelo de masas increíble cuando se descubrieron las jeringuillas y el botiquín personal. Pero lo peor fue lo que el manager escuchó mientras la policía registraba el camerino. Pudo oir una desagradable voz de borracho riendo incontroladamente. La voz venía como del fondo de una caja de latón abierta en el camerino. En la tapa, había dibujada una cara; una cara con los ojos rojos.
viernes, 6 de febrero de 2009
Los colores del cielo
Elefante siempre había volado en la misma dirección. Le gustaba. Era muy interesante ver cómo el cielo cambiaba de colores dependiendo de la mente de quién lo creó. Había días que lucía un azul intenso, pero otros, era un verde vívido, color de la esperanza más fiel hecha cielo.
Recordaba algunos con especial nostalgia, pues nunca se habían repetido.
Por ejemplo, el marrón claro. Había sido uno de los momentos más célebres de esa extraña vida que Elefante llevaba, siempre volando. Se había sentido especial. Igual que cuando el cielo tomó un color dorado y se escuchaba esa melodía de fondo…quien estuviera detrás de aquellos momentos era un mago.
Y entonces, un día, apareció. En medio del cielo. Ese día el cielo era de un naranja intenso, casi rojo. Y apareció como un puntito delicado. A Elefante aquello se le hizo extraño, al mismo tiempo que aumentaba su curiosidad. Así que decidió volar hacia el puntito, que cada vez se hacía más grande. Y más grande.
Entonces, descubrió que el puntito era una especie de isla en medio del cielo. Y no pudo aguantar tanta emoción. Cada vez iba más deprisa. Observando todos los detalles de esa isla. Habían árboles, claro que Elefante no sabía que los árboles existían, pero algo le hacía recordar haberlos visto alguna vez. También escuchó un suave murmullo, de un arrollo, quizá. Esto le vendría bien, porque llevaba volando desde… bueno, siempre.
Pero lo que más llamó su atención fue ver a otros como él que, en ese momento, dormían. Eso era bueno, a parte de agua y comida, parecía que también encontraban el sueño. Así que aceleró. La isla, de repente, se le echó encima antes de que pudiera parar. Ese día, fue el primero que Elefante vio el color negro.